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jueves, 25 de abril de 2013

Te quiero...¿y nos enfadamos?

Sé que no es una situación deseable, pero nos enfadamos. Nos enfadamos hasta tal punto que no somos capaces de mantener un equilibrio en nuestras relaciones y estas hacen agua por donde las cojamos, porque algo interno se nos mueve hasta tal nivel que no nos deja controlar las situaciones como deseamos. Nos puede. Nos hace ver cosas que no existen fuera pero sí en nuestro interior, hasta tal punto que nuestra histeria puede llegar a dispararse y matar con las palabras que se exhalan como balas mortíferas.

Y no controlamos. Se nos desfigura hasta el alma porque algo dentro se rompe y nuestro pensamiento nos controla, nos maneja como a marioneta inerme, a su antojo.

“La mayoría de las personas pasamos demasiado tiempo enfadadas, aunque sean sólo explosiones cortas de un grito o dos, pero reiteradas. Nos enfadamos con los hijos, con los amigos, con la pareja, con el trabajo, con la vida. Y el enfado es como una batería que se va cargando, cada vez coloca a las partes en posiciones más enfrentadas y hace nuestros esfuerzos más ineficaces. Por si fuera poco, tiene una incidencia directa en un amplio abanico de enfermedades -incluidas las del corazón, presión arterial y otras.”

En los últimos meses me he enfrentado a personas que se enfadan por cualquier cosa y sobre todo con las personas a las que se quiere sin saber aparentemente el motivo por el que se sienten todo este abanico de sentimientos tan contrarios al puro amor que queremos sentir. Hasta yo me enfado (obviamente soy humano además de orientador familiar), pero intento que la duración, el nivel de descontrol y los motivos, no amenacen en exceso mi equilibrio relacional, tanto interno como externo. Para ello reflexiono, me enfrento a la realidad relativa del acontecimiento (siempre se puede apoyar uno en personas, libros, etc.) para asumir y relativizar la situación a niveles suficientes para que el enfado pueda convertirse en ese malestar que soy capaz de verbalizar y confrontar con la persona o con la situación que me lo provoca.

“El enfado supone una negación de la realidad, que no nos gusta y nos hiere. Nos duele como un golpe y reaccionamos con rabia y con agresividad -si podemos, hacia fuera, y si no podemos exteriorizarla, hacia dentro. En cualquier caso, siempre que nos enfadamos algo se altera dentro y reaccionamos atacando en una actitud de defensa. El problema es que esa supuesta defensa, contra quien primero arremete es contra nosotros mismos, ya que se trata de una emoción con incidencia directa en nuestro estado físico y mental. Como el odio, el enfado es "como una piedra ardiendo que a quien primero quema es a quien la lanza".

Nos enfadamos contra lo que no aceptamos.

Nos enfadamos en relación directa al nivel de nuestras exigencias y nuestras expectativas. Y, por el contrario, es inversamente proporcional a nuestro nivel de aceptación. La frecuencia de nuestros enfados nos proporcionan, pues, una pista clara de nuestra capacidad de tolerancia y aceptación; asimismo, el objetivo de nuestros enfados identifica nuestros puntos flacos emocionales y cuáles son las personas y situaciones en las que deseamos ejercer un mayor control.

Por ejemplo, hay personas que tienen una relativa paciencia en los conflictos laborales y difícilmente pierden la sonrisa con sus amistades y, sin embargo, cuando están con sus hijos, o con la pareja, las explosiones son frecuentes y el grito fácil. Esto no significa que sus hijos o su pareja le traten peor que el resto del mundo -si bien generalmente el enfado va asociado a la autocompasión, la victimización y una idea latente de injusticia contra la que nos rebelamos. Sin embargo, por mucho que insistamos en culpabilizar al objeto de nuestros enfados, el mensaje claro que deberíamos observar es que tenemos un conflicto de aceptación con esa persona o situación en concreto, y más profundo cuanto mayor es la intensidad de nuestro enfado.

El primer test que deberíamos plantearnos consiste, por consiguiente, en detectar las personas o situaciones con las que nos alteramos con más frecuencia.

Si la respuesta es "todo" (las obras en la calle, la escuela de nuestros hijos, los tics de nuestra pareja, o de nuestra expareja, el carácter de nuestros hijos, las "traiciones" de nuestras amigas o las chapuzas del gobierno), significará que necesitamos una buena dosis de reflexión y, probablemente, cierta ayuda externa (libros de filosofía o autoayuda, técnicas de relajación...) que nos posibiliten una perspectiva más abierta y nos aporten una buena dosis de amor para mirar y relacionarnos con el mundo que nos rodea. Si, por el contrario, los objetos de nuestro enfado son pocos y claramente identificados, nos estarán señalando los puntos flacos de nuestra inteligencia emocional. Lo que más nos duele. Lo que no controlamos y queremos desesperadamente dominar.

A mayor ego, más motivos para el enfado.


Otra pista clara que nos presenta la frecuencia e intensidad de nuestros enfados tiene relación con el tamaño de nuestro ego. Cuanto más grande es nuestro ego, más inflado y gigante, más fácil es que cualquier acontecimiento lo perturbe. Cualquier movimiento exterior puede tocar su sensible piel en carne viva. Un gesto de disgusto de alguien es considerado una ofensa (sin pensar que esa persona puede tener un millón de motivos presentes en su vida, aparte de nuestra mera presencia); una mirada puede resultar hiriente, todas las palabras, gestos o actitudes de nuestro entorno pueden entrar en confrontación con un ego demasiado hinchado al que todo le toca.

El filósofo tolteca Miguel Ruiz nos recuerda, en uno de sus cuatro acuerdos, la importancia de "no tomarnos nada personalmente". Cada persona vive su vida como una película en la que ella es la protagonista y el resto son meros figurantes. Cada cual intenta resolver sus miedos, sus carencias y sus pequeñas miserias lo mejor que puede, y sus reacciones ante el mundo y ante la vida tienen más que ver con eso (con sus miedos, frustraciones y, finalmente, con su propia búsqueda) que con nosotros, pobres figurantes que simplemente pasábamos por ahí.

No somos tan importantes, o tan gigantes, o tan presentes en la vida de todo el mundo como para que cualquier cosa que digan, miren, piensen o sientan tenga que ver precisamente con nosotros. Desde el momento en que comprendemos esto (que cada persona está en su propia búsqueda, afrontando unos problemas y unas limitaciones concretas en cada momento dado, y resolviéndolo lo mejor que puede) nos sentiremos menos afectados personalmente por las opiniones o actitudes ajenas. Y probablemente haremos uso de una paciencia más sincera, y sin esfuerzo, asentada en la comprensión y el amor.

Porque al fin y al cabo, ¿no es ésa la propia historia personal, la de cualquiera? El crecimiento es como un parto difícil, una retahíla de contracciones dolorosas, que cada cual vive a su manera. Y en cada una de ellas, a veces perdemos las formas.

Controlar versus reprimir.


Cuando sentimos las consecuencias del enfado (la presión alta, dolor de cabeza, la garganta irritada tras los gritos y, sobre todo, el aplastante peso del mal rollo, la culpa y la ausencia de amor), a menudo nos preguntamos, ¿por qué es tan difícil controlarlo? ¿Por qué se me va de las manos por mucho que me proteja y me empeñe en que "esta vez no me desbordará", que "esta vez tendré paciencia y mantendré la calma"? El maestro budista Kelsang Gyatso considera que la respuesta está en que nuestra paz interior es muy débil, por lo que nos supone un gran esfuerzo alcanzarla, aun momentáneamente, y mucho más mantenerla. Por el contrario, todas las causas de rechazo y sufrimiento que hemos establecido en nuestra mente (ego, apegos, competitividad, territorialismo, exigencias...) son muchas, muy diversas y muy fuertes, presentándonos continuas oportunidades de dolor y frustración.

Nuestros hábitos cotidianos de pensamiento, palabra y comportamiento afianzan continuamente nuestras tendencias más destructivas mientras que el supuesto objetivo primero y prioritario de felicidad/paz interior se pierde en el camino y nos desentendemos de él. Y lo desatendemos.

Cuando el budismo, la Terapia Racional Emotivo Conductual (TREC) la Gestalt o un sinfín de filósofos de todos los tiempos nos recuerdan, por tanto, la necesidad de un pensamiento racional que nos ayude a controlar las emociones que nos traicionan y a fortalecer las que se presentan como nuestras mejores aliadas, nos están señalando una estrategia que no tiene nada que ver con la represión de los sentimientos.

"Controlar el enfado no es lo mismo que reprimirlo. Esto último lo hacemos cuando ya domina nuestra mente, aunque no lo reconozcamos. Pretendemos no estar enfadados y controlamos nuestras acciones, pero no el odio propiamente dicho". (C. Longaker)

Cuando reprimimos los sentimientos, las emociones o los pensamientos, no dejamos de sentirlos. Una amiga nos dice algo que nos molesta profundamente y callamos para evitar el conflicto. Reprimimos un impulso que podría conducirnos a una situación de conflicto que no deseamos, pero no lo controlamos, porque el sentimiento está ahí (nos molesta), y probablemente siga estando con más fuerza, calentándose como una olla a vapor conforme surgen reiteradamente situaciones similares que nos dolerán cada vez más y más, hasta que llega el momento del estallido. Momento que siempre llega, ya sea hacia fuera (con toda la larga lista de resentimientos archivados) o hacia dentro (con dolores de cabeza, insomnio, gastritis y alteraciones varias de la salud).

El control, por otra parte, no implica represión ni dolor alguno. Podemos callar o podemos responder ante el supuesto "ataque" de nuestra amiga, pero no hay molestia ni dolor si simplemente comprendemos y aceptamos. Si no sentimos la herida, probablemente lo que digamos, con amor, no será hiriente. En ese momento en que realmente controlamos nuestra mente (nuestros pensamientos, nuestras emociones) no experimentamos dolor, y por lo tanto no hay nada que reprimir. Y consecuentemente, no hay motivo para el enfado.

El arte de "pensar mejor para vivir mejor" consiste en el arte de controlar nuestro pensamiento (y por consiguiente nuestras emociones) sin olvidar en ningún momento nuestro objetivo prioritario (ser felices, nuestra paz interior). Con la práctica acaba convirtiéndose en una actitud espontánea y sin esfuerzo. Y ya no hay nada que controlar. Ni mucho menos reprimir.

"Nuestra tarea en la vida es aprender a amar. Y los ingredientes más útiles para aprobar la asignatura residen en la comprensión y la aceptación".(C. Longaker)

Con la idea de documentar todo lo que comparto con vosotros (y con mi propio diálogo interno, fundamental) en este tema que trato hoy, me apoyo en los escritos de Christine Longaker, maestra de cuidados espirituales (área que en esta sociedad estamos descuidando en exceso) y en artículos de Marié Morales, en su página http://crecejoven.com.

lunes, 15 de abril de 2013

El milagro y en el momento justo…lo haces tú


Yo mismo podría haberlo escrito y haberlo expresado como lo he leído en un artículo de Graciela Large de 7 de octubre de 2012. Sí, podría haberlo escrito y con las mismas palabras, porque coinciden tiempos de dedicación y experiencias con los clientes que asisten a consulta.
Habla del cambio…; de ese cambio que nadie quiere hacer pero que a muchos se les presenta en sus vidas y aceptan esa oportunidad que les vuelve a brindar para adaptarse. Y ellos creen que es un milagro, cuando realmente son sus mentes, sus corazones y todo su ser los que se han movilizado para crear un mismo yo igual y distinto que aprovecha la fuerza del viento, del suceso, para acomodar sus espejos de forma que, en esa nueva posición, logren captar el sol necesario para calentar sus corazones enfriados por la zozobra. Y lo hacen, lo viven, lo logran al poner su energía y voluntad a trabajar para ellos mismos buscando el principio de la autoconciencia y el autoconocimiento.

"De las personas que vienen a mi consulta admiro dos cosas: se adaptan a lo que pide la situación, y se aceptan a sí mismos. Su propósito es cambiar. Y saben que tal como están ahora no es lo que quieren.

La herramienta es el autoconocimiento. Permite desmotar creencias limitadoras, y sobre todo, encontrarse con la zona en penumbra, lo que, a la larga es el origen soterrado de nuestras crisis, sean afectivas, laborales o personales.

Cierto que un primer momento, la tentación es asociar esa penumbra a algo malo, que además parece que soy yo. Sin embargo, consiguen ir más allá. En ocasiones en una sola consulta algo ha resonado dentro de ellos que les ha llevado a conectar con el Yo puedo salir de esta situación.

Y cada vez que sucede me sorprende.

También me ocurre, que cuando pasado unos años sin contacto y les vuelvo a ver, compruebo que han construido su vida, enriqueciéndola de matices que en un primer momento eran insospechados por ellos mismos.

Me enseñan algo fundamental: el amor por la vida, y de lo que reciben, toman aquello que necesitan. Mi función es facilitar una información que cada uno sitúa en perspectiva, como quiere y puede.

Y cuando esto sucede, aunque la situación haya sido salir de una agorafobia, o una infidelidad que parecía que mandaba todo al traste, o el superar el vivir sumido en una depresión, compruebo que cada uno hace el milagro.

Lo que más admiro de las personas que vienen a consulta es su libertad para asumir riesgos con independencia de lo que aprenden, y sobre todo, el apostar por lo que quieren.

El propósito con el que conectan en el proceso, a partir del autoconocimiento, les da la fuerza para transformar paso a paso aquellas cosas que un principio les limitaban, o para potenciar otras.

Llevo doce años en este proceso de acompañar a las personas y desde el primer instante me siguen sorprendiendo. Al principio tenía algún conocimiento, ahora tengo algo más, y unas cuantas herramientas, y pese a todo, confirmo que son ellos quienes hacen el trabajo.

Y es cierto. Mi propia experiencia me dice que los cambios son como un motor personal que nos sintonizan a uno mismo y a la propia realidad, y son consecuencia de un propósito único que sólo lo entiende y lo descifra quien lo tiene. Y es el tesoro escondido en cada uno de nosotros.

Sin embargo, una palabra, una frase, o una vivencia pueden desencadenar procesos favorables en otras personas, al despertar ese propósito. Y también, esa capacidad de estar en el momento justo, es la cualidad que más admiro en quienes se dedican a acompañar a otros, sea cual sea su actividad.
Algo que hace un terapeuta, un padre o una madre, y también un maestro. Viene bien tenerlo presente."